En la Edad Media, el vino (y posteriormente, el alcohol) era el principal antiséptico; pero los monjes también investigaban plantas, raíces y hierbas para el tratamiento de diversas dolencias. Los alquimistas profundizaron en esta investigación. Los registros señalan a Arnoldo de Villanueva, erudito catalán nacido alrededor de 1240, como el inventor de las «tinturas modernas en las que las virtudes de las hierbas se extraen mediante alcohol». Junto con su discípulo Raimundo Llull, fue el primero en escribir un tratado sobre el alcohol y publicar recetas de licores curativos. Mezclaban limón, rosa y azahar con alcohol de azúcar. Hay evidencia de la adición de pepitas de oro a las mezclas, consideradas panaceas (remedios para todos los males). Cuando la peste negra se extendió por Europa en el siglo XIV, los licores combinados con bálsamos y tónicos de hierbas se convirtieron en medicinas muy valoradas. Además del aguardiente de vino, se utilizaban otros alcoholes, como el ron, para elaborar licores. La producción doméstica de licores y su uso en la cocina y la repostería eran comunes. Durante el siglo XIX, la industria de la destilación experimentó un auge. Aparecieron en el mercado numerosas variedades de licores, y los licores caseros comenzaron a desaparecer. Los italianos refinaron su producción de licores. La reina Catalina de Médici, de visita en Italia, trajo algunas recetas a Francia. Luis XIV, gran conocedor de la bebida, se deleitó con un licor elaborado con ámbar, anís, canela y almizcle.